Me parece propicio hacer algunas reflexiones acerca de la actuación de los órganos del Poder Público frente a la Constitución y también contra lo que en ella se halla establecido. Insistir en esto puede contribuir a la crítica racional y constructiva que, eventualmente, conduzca a una rectificación. Trataré de destacar algunos aspectos que, en mi opinión, sientan lamentables precedentes y resultan, por lo menos, inquietantes.
Diferencio entre las preposiciones frente a y contra. Con la primera –frente a– pretendo referirme al modo como se exponen públicamente los órganos del Poder Público cuando interpretan, o aplican, bien o mal, la Constitución, es decir, a la imagen que proyecta su actuación, en consonancia o en disonancia con la idea común de qué es, para qué sirve y cómo se vive la Constitución. Se trata, básicamente, de dos proyecciones: una, hacia lo externo, hacia la sociedad, en el sentido de cómo percibimos el comportamiento de los representantes del Poder Público en el desarrollo de sus actividades cuando lo cotejamos con lo que establece el artículo 7 de la Constitución, que en su carácter de norma suprema somete a todas las personas y a los órganos que ejercen el Poder Público; la otra, hacia lo interno, esto es, hacia sí mismos, en el sentido de su propia percepción de cómo todo lo que hacen y el modo en que lo hacen repercute en la institucionalidad y marca un referente para la sociedad. Por otra parte, con la preposición contra procuro denotar la oposición o contrariedad de algunas de sus actuaciones con respecto a la Constitución.
En ambas formulaciones, entiendo por actuación, además de las actividades propias del cargo que ejercen los detentadores del poder, con base en las atribuciones que les confiere la Constitución, la conducta que despliegan en sus funciones y el producto concreto de sus respectivas actividades.
Encuentro que los hechos, tal como se presentan, permiten presumir que la distancia entre el deber ser y lo que es, en todos los ámbitos de acción del Poder Público, obedece a una posición asumida conscientemente, en la cual se confunden lo público y lo privado, es decir, la función pública con la conducta personal. Pienso que esta inadecuada fusión es la que da origen a la personalización del poder y, por consiguiente, a la infravaloración de la Constitución. El extremo se alcanza cuando nada impide, en la práctica, la sustitución de la supremacía constitucional por la supremacía política o, más grave aún, por la supremacía de una voluntad individual. Dicho de otro modo, sabemos que hemos tocamos fondo cuando nos percatamos de haber desandado el largo y tortuoso camino por el que llegamos al gobierno de las leyes para retornar, imperdonablemente, al gobierno de los hombres.
Muchos se preguntan cómo ha podido suceder algo así. La única respuesta que me atrevo a ofrecer es que las revoluciones no son constitucionales y tampoco democráticas. Ninguna revolución se ha hecho jamás aplicando los preceptos de la Constitución, ni las reglas de la Democracia. Las revoluciones tienen sus propios mecanismos, ninguno de los cuales se encuentra en los textos constitucionales que proclaman el imperio de la ley, que consagran y garantizan la protección de los derechos y libertades fundamentales, que establecen la separación y el control recíproco de los poderes públicos, que prevén determinados procedimientos para la reforma constitucional.
En definitiva, las vías por las que transitan las revoluciones, invariablemente en forma atropellada y atropellando a los demás, no aparecen en los mapas constitucionales en los que, a la par de conferir facultades a quienes son elegidos o designados para ejercer el poder, también les imponen límites con la finalidad de frenar posibles excesos en el desempeño de sus cargos y de evitar cualquier abuso de autoridad. Nada de esto se ha incluido gratuitamente en las Constituciones de los Estados democráticos de Derecho. La experiencia histórica demuestra, una y otra vez, que la ambición humana de poder es ilimitada e insaciable. Y hasta ahora, la única manera cívica, pacífica y legítima de dificultar que el poder se convierta en un instrumento peligroso en las manos de sus detentadores, es fijando límites precisos y efectivos a través de la Constitución.
Por eso, no dudo en afirmar que es un error entender la Constitución como un manifiesto ideológico unidireccional, con el que se quiere catequizar a las masas mediante el infundio de un temor cuasi religioso hacia cualquier otra doctrina o tendencia ideológica distinta; o como un proyecto político diseñado por un reducido grupo de personas, ya sean académicos, empresarios, tecnócratas, militares o políticos de oficio, cuyo ideal del Estado infalible y de la sociedad perfecta les obnubila hasta el punto de impedirles reconocer que sobre los frágiles cimientos de la utopía no es posible reconstruir un país afectado en sus entrañas por necesidades y problemas reales; o como un programa de gobierno cuya ejecución comporta un trabajo de ingeniería social, delegado en una suerte de mente superior que cree tener todas las respuestas a las expectativas de los ciudadanos y todas las soluciones a los problemas de la sociedad.
Por lo general, la Constitución, siendo la norma suprema del ordenamiento jurídico, no llega a ser, sin embargo, un producto acabado, completo y estático, como lo sería una pintura de Jesús Soto, o un poema de Enriqueta Arvelo, o una edificación de Villanueva. Esto significa que la Constitución se está desarrollando permanentemente, porque su intención es perdurar en el tiempo tanto como lo permitan las circunstancias y las nuevas generaciones. No es completa, porque no da respuestas a todos los problemas jurídicos. Es una norma marco que regula lo importante, pero no predetermina las políticas sociales o económicas, no fija pautas relativas al modo de vida de sus destinatarios, no impone corrientes de pensamiento.
Es un sistema abierto y dinámico que se adapta a los cambios sociales y en el cual hallan espacio la diversidad de expectativas y el pluralismo político. Estoy hablando, desde luego, del tipo de Constitución que rige en los Estados democráticos de Derecho a los que alude el famoso aserto de Elías Díaz, de que no todo Estado es Estado de Derecho, sino sólo aquellos Estados sometidos, efectivamente, al Derecho.
Y puntualizo en esto para referirme a nuestra Constitución, que es la expresión de un acuerdo entre los ciudadanos del país que, en un momento dado, convinimos en que nuestra República tuviera ciertas características esenciales, entre ellas, que Venezuela es un Estado democrático y social de Derecho y de Justicia; que hay ciertos valores superiores innegociables, con el mismo carácter obligatorio y rígido que el resto de las disposiciones constitucionales, que rigen tanto el ordenamiento jurídico como la actuación del Estado; y que el gobierno venezolano es y será siempre democrático, participativo, electivo, descentralizado, alternativo, responsable, pluralista y de mandatos revocables.
Ahora bien, si basamos nuestra apreciación de las actuaciones de los órganos de los poderes públicos en el entendimiento racional de los aspectos antes señalados, la aplastante conclusión es que quienes hoy en día detentan el poder en Venezuela, se están saltando a la torera nada menos que los valores y principios fundamentales de la Constitución y del todo el ordenamiento jurídico.
No estoy diciendo nada que ustedes ya no sepan y cualquier ejemplo con seguridad es harto conocido. Pero es importante enfatizar en el hecho de que, a través de muchas de las actuaciones de los órganos del Poder Público, se evidencia la impronta voluntarista que subordina la Constitución a la particular interpretación de sus preceptos y a las más insólitas formas de manipulación por parte de los actuales detentadores del poder en nuestro país.
El Presidente de la República, representante del Poder Ejecutivo, ignora olímpicamente los resultados del referéndum de la reforma constitucional, que la mayoría del pueblo venezolano rechazó; se excede en sus atribuciones y traspasa los límites constitucionales para dictar decretos, promulgar leyes e impartir órdenes en todas las materias.
El Poder Legislativo, simbolizado en la Asamblea Nacional, ha convertido su función en un voto de obediencia ciega, no a quienes dice representar, sino a la voluntad del Presidente de la República, para lanzarse a la elaboración compulsiva de leyes contrarias a la Constitución, pero perfectamente compatibles con el proyecto de Estado socialista o comunista que, a toda costa y a un elevadísimo costo, insiste en imponer.
El Poder Electoral, encarnado en los impertérrito rectores del Consejo Nacional Electoral, no ha tenido el menor empacho en violar la Constitución al negar a los zulianos el derecho constitucional de realizar un referéndum consultivo sobre la Reforma a la Ley de Descentralización que, a la sazón, sirvió para que el Gobierno confiscara los puertos y aeropuertos.
El Poder Judicial es una “caja de Pandora” de donde diariamente salen cantidad de decisiones sin calidad jurídica, pero que demuestran su dependencia incondicional al Ejecutivo. Es suficiente con recordar la sentencia Nº 1.939 de la Sala Constitucional del Tribunal Supremo de Justicia del 18 de diciembre de 2008 que declaró inejecutable el fallo de la Corte Interamericana de Derechos Humanos, en el caso de los ex jueces de la Corte Primera de lo Contencioso Administrativo. En esa sentencia se afirma, por ejemplo, que “el derecho es una teoría normativa puesta al servicio de la política que subyace tras el proyecto axiológico de la Constitución…”. Pero si la interpretación de ese proyecto axiológico se hace a la luz de unos estándares que, según la Sala Constitucional, “deben ser compatibles con el proyecto político de la Constitución… y no deben afectar la vigencia de dicho proyecto con elecciones interpretativas ideológicas que privilegien los derechos individuales a ultranza… (…), so pretexto de valideces (sic) universales”, entonces no cabe duda de que la sentencia en cuestión no está sostenida por argumentos jurídicos, sino por argumentos de otra índole con los que se intenta desaplicar la disposición contenida en el artículo 23 de la Constitución, que da a los tratados internacionales prevalencia en el orden jurídico interno, en la medida en que sus normas sean más favorables a los derechos humanos que las contenidas en nuestra Constitución.
Del Poder Moral sólo puedo decir que, hasta ahora y a Dios gracias, es apenas una figura decorativa en el texto constitucional y absolutamente invisible en la realidad del país. Estas pocas referencias bastan para obligar a asumir la defensa de la Constitución como un auténtico apostolado cívico. Esta es la propuesta de la Red de Defensa de la Constitución, contribuir a la concienciación de la sociedad venezolana, principalmente de los ciudadanos menos informados y de los sectores más vulnerables, del valor de la Constitución, de la importancia de sus preceptos para el ejercicio efectivo de nuestros derechos y libertades, y de la necesidad de proteger a la Constitución de las violaciones sistemáticas que en su contra perpetran, principalmente, quienes están llamados, en primer lugar, a cumplir y hacer cumplir su contenido.
Liliana Fasciani M.
Diferencio entre las preposiciones frente a y contra. Con la primera –frente a– pretendo referirme al modo como se exponen públicamente los órganos del Poder Público cuando interpretan, o aplican, bien o mal, la Constitución, es decir, a la imagen que proyecta su actuación, en consonancia o en disonancia con la idea común de qué es, para qué sirve y cómo se vive la Constitución. Se trata, básicamente, de dos proyecciones: una, hacia lo externo, hacia la sociedad, en el sentido de cómo percibimos el comportamiento de los representantes del Poder Público en el desarrollo de sus actividades cuando lo cotejamos con lo que establece el artículo 7 de la Constitución, que en su carácter de norma suprema somete a todas las personas y a los órganos que ejercen el Poder Público; la otra, hacia lo interno, esto es, hacia sí mismos, en el sentido de su propia percepción de cómo todo lo que hacen y el modo en que lo hacen repercute en la institucionalidad y marca un referente para la sociedad. Por otra parte, con la preposición contra procuro denotar la oposición o contrariedad de algunas de sus actuaciones con respecto a la Constitución.
En ambas formulaciones, entiendo por actuación, además de las actividades propias del cargo que ejercen los detentadores del poder, con base en las atribuciones que les confiere la Constitución, la conducta que despliegan en sus funciones y el producto concreto de sus respectivas actividades.
Encuentro que los hechos, tal como se presentan, permiten presumir que la distancia entre el deber ser y lo que es, en todos los ámbitos de acción del Poder Público, obedece a una posición asumida conscientemente, en la cual se confunden lo público y lo privado, es decir, la función pública con la conducta personal. Pienso que esta inadecuada fusión es la que da origen a la personalización del poder y, por consiguiente, a la infravaloración de la Constitución. El extremo se alcanza cuando nada impide, en la práctica, la sustitución de la supremacía constitucional por la supremacía política o, más grave aún, por la supremacía de una voluntad individual. Dicho de otro modo, sabemos que hemos tocamos fondo cuando nos percatamos de haber desandado el largo y tortuoso camino por el que llegamos al gobierno de las leyes para retornar, imperdonablemente, al gobierno de los hombres.
Muchos se preguntan cómo ha podido suceder algo así. La única respuesta que me atrevo a ofrecer es que las revoluciones no son constitucionales y tampoco democráticas. Ninguna revolución se ha hecho jamás aplicando los preceptos de la Constitución, ni las reglas de la Democracia. Las revoluciones tienen sus propios mecanismos, ninguno de los cuales se encuentra en los textos constitucionales que proclaman el imperio de la ley, que consagran y garantizan la protección de los derechos y libertades fundamentales, que establecen la separación y el control recíproco de los poderes públicos, que prevén determinados procedimientos para la reforma constitucional.
En definitiva, las vías por las que transitan las revoluciones, invariablemente en forma atropellada y atropellando a los demás, no aparecen en los mapas constitucionales en los que, a la par de conferir facultades a quienes son elegidos o designados para ejercer el poder, también les imponen límites con la finalidad de frenar posibles excesos en el desempeño de sus cargos y de evitar cualquier abuso de autoridad. Nada de esto se ha incluido gratuitamente en las Constituciones de los Estados democráticos de Derecho. La experiencia histórica demuestra, una y otra vez, que la ambición humana de poder es ilimitada e insaciable. Y hasta ahora, la única manera cívica, pacífica y legítima de dificultar que el poder se convierta en un instrumento peligroso en las manos de sus detentadores, es fijando límites precisos y efectivos a través de la Constitución.
Por eso, no dudo en afirmar que es un error entender la Constitución como un manifiesto ideológico unidireccional, con el que se quiere catequizar a las masas mediante el infundio de un temor cuasi religioso hacia cualquier otra doctrina o tendencia ideológica distinta; o como un proyecto político diseñado por un reducido grupo de personas, ya sean académicos, empresarios, tecnócratas, militares o políticos de oficio, cuyo ideal del Estado infalible y de la sociedad perfecta les obnubila hasta el punto de impedirles reconocer que sobre los frágiles cimientos de la utopía no es posible reconstruir un país afectado en sus entrañas por necesidades y problemas reales; o como un programa de gobierno cuya ejecución comporta un trabajo de ingeniería social, delegado en una suerte de mente superior que cree tener todas las respuestas a las expectativas de los ciudadanos y todas las soluciones a los problemas de la sociedad.
Por lo general, la Constitución, siendo la norma suprema del ordenamiento jurídico, no llega a ser, sin embargo, un producto acabado, completo y estático, como lo sería una pintura de Jesús Soto, o un poema de Enriqueta Arvelo, o una edificación de Villanueva. Esto significa que la Constitución se está desarrollando permanentemente, porque su intención es perdurar en el tiempo tanto como lo permitan las circunstancias y las nuevas generaciones. No es completa, porque no da respuestas a todos los problemas jurídicos. Es una norma marco que regula lo importante, pero no predetermina las políticas sociales o económicas, no fija pautas relativas al modo de vida de sus destinatarios, no impone corrientes de pensamiento.
Es un sistema abierto y dinámico que se adapta a los cambios sociales y en el cual hallan espacio la diversidad de expectativas y el pluralismo político. Estoy hablando, desde luego, del tipo de Constitución que rige en los Estados democráticos de Derecho a los que alude el famoso aserto de Elías Díaz, de que no todo Estado es Estado de Derecho, sino sólo aquellos Estados sometidos, efectivamente, al Derecho.
Y puntualizo en esto para referirme a nuestra Constitución, que es la expresión de un acuerdo entre los ciudadanos del país que, en un momento dado, convinimos en que nuestra República tuviera ciertas características esenciales, entre ellas, que Venezuela es un Estado democrático y social de Derecho y de Justicia; que hay ciertos valores superiores innegociables, con el mismo carácter obligatorio y rígido que el resto de las disposiciones constitucionales, que rigen tanto el ordenamiento jurídico como la actuación del Estado; y que el gobierno venezolano es y será siempre democrático, participativo, electivo, descentralizado, alternativo, responsable, pluralista y de mandatos revocables.
Ahora bien, si basamos nuestra apreciación de las actuaciones de los órganos de los poderes públicos en el entendimiento racional de los aspectos antes señalados, la aplastante conclusión es que quienes hoy en día detentan el poder en Venezuela, se están saltando a la torera nada menos que los valores y principios fundamentales de la Constitución y del todo el ordenamiento jurídico.
No estoy diciendo nada que ustedes ya no sepan y cualquier ejemplo con seguridad es harto conocido. Pero es importante enfatizar en el hecho de que, a través de muchas de las actuaciones de los órganos del Poder Público, se evidencia la impronta voluntarista que subordina la Constitución a la particular interpretación de sus preceptos y a las más insólitas formas de manipulación por parte de los actuales detentadores del poder en nuestro país.
El Presidente de la República, representante del Poder Ejecutivo, ignora olímpicamente los resultados del referéndum de la reforma constitucional, que la mayoría del pueblo venezolano rechazó; se excede en sus atribuciones y traspasa los límites constitucionales para dictar decretos, promulgar leyes e impartir órdenes en todas las materias.
El Poder Legislativo, simbolizado en la Asamblea Nacional, ha convertido su función en un voto de obediencia ciega, no a quienes dice representar, sino a la voluntad del Presidente de la República, para lanzarse a la elaboración compulsiva de leyes contrarias a la Constitución, pero perfectamente compatibles con el proyecto de Estado socialista o comunista que, a toda costa y a un elevadísimo costo, insiste en imponer.
El Poder Electoral, encarnado en los impertérrito rectores del Consejo Nacional Electoral, no ha tenido el menor empacho en violar la Constitución al negar a los zulianos el derecho constitucional de realizar un referéndum consultivo sobre la Reforma a la Ley de Descentralización que, a la sazón, sirvió para que el Gobierno confiscara los puertos y aeropuertos.
El Poder Judicial es una “caja de Pandora” de donde diariamente salen cantidad de decisiones sin calidad jurídica, pero que demuestran su dependencia incondicional al Ejecutivo. Es suficiente con recordar la sentencia Nº 1.939 de la Sala Constitucional del Tribunal Supremo de Justicia del 18 de diciembre de 2008 que declaró inejecutable el fallo de la Corte Interamericana de Derechos Humanos, en el caso de los ex jueces de la Corte Primera de lo Contencioso Administrativo. En esa sentencia se afirma, por ejemplo, que “el derecho es una teoría normativa puesta al servicio de la política que subyace tras el proyecto axiológico de la Constitución…”. Pero si la interpretación de ese proyecto axiológico se hace a la luz de unos estándares que, según la Sala Constitucional, “deben ser compatibles con el proyecto político de la Constitución… y no deben afectar la vigencia de dicho proyecto con elecciones interpretativas ideológicas que privilegien los derechos individuales a ultranza… (…), so pretexto de valideces (sic) universales”, entonces no cabe duda de que la sentencia en cuestión no está sostenida por argumentos jurídicos, sino por argumentos de otra índole con los que se intenta desaplicar la disposición contenida en el artículo 23 de la Constitución, que da a los tratados internacionales prevalencia en el orden jurídico interno, en la medida en que sus normas sean más favorables a los derechos humanos que las contenidas en nuestra Constitución.
Del Poder Moral sólo puedo decir que, hasta ahora y a Dios gracias, es apenas una figura decorativa en el texto constitucional y absolutamente invisible en la realidad del país. Estas pocas referencias bastan para obligar a asumir la defensa de la Constitución como un auténtico apostolado cívico. Esta es la propuesta de la Red de Defensa de la Constitución, contribuir a la concienciación de la sociedad venezolana, principalmente de los ciudadanos menos informados y de los sectores más vulnerables, del valor de la Constitución, de la importancia de sus preceptos para el ejercicio efectivo de nuestros derechos y libertades, y de la necesidad de proteger a la Constitución de las violaciones sistemáticas que en su contra perpetran, principalmente, quienes están llamados, en primer lugar, a cumplir y hacer cumplir su contenido.
Liliana Fasciani M.